¡¡USTEDES NO NOS MATAN, NOSOTROS ELEGIMOS MORIR!!Esa fue la frase tras la cual, hace 34 años, el 29 de septiembre de 1976, cercada por 150 militares argentinos, frente a un grupo de ellos y sobre el techo de alguna casa de Buenos Aires en la calle Corro, Vicki Walsh, de 26 años, se suicidó con un tiro en la sien junto a Molina, cuadro montonero con quien estaban combatiendo al comando militar.
Carta a Vicki
Por Rodolfo Walsh
Querida Vicki.
La noticia de tu muerte me llegó hoy a las tres de la tarde. Estábamos en reunión… cuando empezaron a transmitir el comunicado. Escuché tu nombre, mal pronunciado, y tardé un segundo en asimilarlo. Maquinalmente empecé a santiguarme como cuando era chico. No terminé ese gesto. El mundo estuvo parado ese segundo. Después les dije a Mariana y a Pablo: -Era mi hija. Suspendí la reunión. Estoy aturdido. Muchas veces lo temía. Pensaba que era excesiva suerte, no ser golpeado, cuando tantos otros son golpeados.
Si, tuve miedo por vos, como vos tuviste miedo por mí, aunque no lo decíamos. Ahora el miedo es aflicción. Se muy bien por qué cosas has vivido, combatido. Estoy orgulloso de esas cosas.
Me quisiste, te quise. El día que te mataron cumpliste 26 años. Los últimos fueron muy duros para vos. Me gustaría verte sonreír una vez más. No podré despedirme, vos sabés por qué.
Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad. El verdadero cementerio es la memoria. Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizá te envidio, querida mía.
Un fragmento del libro Rodolfo Walsh: Los años Montoneros
Son las 3 de la tarde, es el primer día del mes de octubre. El locutor de turno repasa con impostada voz marcial el último comunicado militar. El parte habla de un importante operativo, de un enfrentamiento en la calle Corro, en Villa Luro, de la resistencia desde el interior de la casa, y adjunta que el resultado del tiroteo fue la muerte de cinco subversivos… Todos hacen silencio. El cable oficial confirma los nombres de los compañeros abatidos, y el último de la lista conmueve a Rodolfo. Confundido, permanece en silencio un instante. No sabe qué decir (“El mundo estuvo parado ese segundo”, escribirá después). Pablo y Mariano lo miran sin saber qué hacer. Por fin, él susurra unas palabras:
–Era mi hija…
Una vez por semana y por algunos minutos, en una plaza alejada del centro, Rodolfo se encontraba con Vicki, su hija mayor. Una estrecha relación de afecto los unía, pero los rigores de la militancia en la misma organización –aunque en distintos sectores– y el agobiante ritmo de actividades previstas para cada día durante esa etapa, les impedía a los dos compartir algo más que algunos abrazos y un par de comentarios sobre la situación. Pero ellos disfrutaban de estos encuentros periódicos con la alegría de transitar caminos similares y saber que, en algún momento, tarde o temprano, confluirían nuevamente en uno propio para los dos, como tantas otras veces en el pasado. Más allá de los sueños proyectados en esas caminatas breves, de los códigos compartidos en las charlas bajo los árboles del otoño, siempre al final de cada conversación asomaban los temores naturales del padre por los riesgos asumidos por la hija: “Ahí, en largas charlas, siempre estaba presente la preocupación del uno por el otro, de lo que podía ocurrir”, señala Lila Pastoriza.